20090217

Recorrido

Las luces parpadeaban como luciérnagas desesperadas entre la multitud. Un multitud se movía con ritmo pendular, sin prestar atención a la música que, a más de ciento veinte decibeles, sumergía a las personas en un éxtasis descontrolado mientras bailaban o pedían tragos que se deslizaban sobre la barra húmeda, que servía de apoyo a las parejas más encandiladas. Alrededor de unas quince mesas circundaban la pista de baile: eran pequeñísimas y hexagonales; a la par de cada una, tres o cuatro sillas sostenían las carteras y abrigos de las personas que se “lucían” danzando. Solo una silla cumplía a plenitud su función primaria: la doceava, contándolas de derecha a izquierda y yendo hacia arriba.


Luis llevaba sentado poco más de media hora ahí. Lic exhausto como el resto, pero su lucidez superaba, con creces, la embriaguez de las demás personas. A más de cinco metros, a la orilla de la pista, una chica bailaba con ímpetu, mientras sostenía lo que parecía ser, una barra fluorescente de color verde.


Era alta y delgada. Su cabello bajaba hasta su espalda bañando su dorso desnudo y albino. Sus ojos parecían interrogar a quien los miraba con un cielo infinito; la boca se dibujaba con trazos finos formando una sonrisa de tendencia un tanto anglosajona. Luis, apoyado en la palma de su mano, seguía cada movimiento de la chica: sus pies se alejaban por momentos del suelo, y sus manos subían y caían estrepitosamente, al tiempo que su cabeza formaba una parábola en el aire. Luis se hallaba absorto en aquel cuerpo que se meneaba como pequeños trapos atados entre sí.


De pronto, la muchacha sintió la mirada de Luis clavada, como un pequeño alfiler, en la nuca. Los ojos se hablaron. Las luces tradujeron el momento en cámara lenta, los apenas siete segundos duraron toda la noche: en 39,200 fotogramas. Mientras la chica bailaba, Luis despedía el humo del cigarro por las fosas nasales.


Después del momento eterno, Luis apartó la mirada de golpe. Miró hacia la izquierda, luego al centro y a la izquierda nuevamente; tamborileo con sus dedos sobre la mesa, al compás del bajo que golpeaba en medio de sus costillas; el brillo de su mirada se apagó al ver el cardumen de personas que se revolcaban una con otra; el cigarro se aceleró, con su cabecita roja, hacia sus dedos y Luis lo inyectó contra el cenicero que se alzaba, inmundo, en el centro de la mesa. Dio un golpecito en sus rodillas y se levantó.


Camino en línea recta hacia el otro lado de la pista. O al menos pensó que podría lograrlo. La muchedumbre cerró el paso, un pseudo-rock empezó a sonar, mientras cada una de las personas alzaban sus brazos y saltaba dos veces por segundo; a la mitad del camino sintió como los codos magullaban su abdomen. Su cuerpo, reducido a un dentífrico, se contorsionaba a medida que las personas se pegaban a él, contagiándolo de sudor y bullicio. Justo en el momento que su respiración se precipitaba, en la recta final del recorrido, un gancho de carne atrapó su brazo, lo jaló hacia el centro de la pista, hacia aquella bruma negra de ojos azules. Era ella.


Luis, desprotegido, empezó a moverse. Bailaba al ritmo de la música, que había cambiado, repentinamente, a un merengue estrambótico con monosílabos por letra. La chica puso sus manos sobre los hombros del muchacho. Él agarró con firmeza su cadera y las personas en la periferia los acercaron. Ella era alta, pero los ojos de él quedaban sobre su frente. Las cabezas se acercaron. El preguntó su nombre, pero ella respondió amarrándose a su cuello. Las cabezas se acercaron más. Él besó con timidez su nariz y se perdió en esos ojos ebrios que rebozaban de mar profundo. Ella se abalanzó con un beso: descontrolado, firme, brutal. Los labios se movían sin dirección, las manos de Luis recorrían su cadera hasta llegar a su trasero, un sudor frío recorría sus sienes, ella seguía moviendo su cuerpo con la música mientras asomaba su lengua a la boca de Luis, él alejó su mano izquierda para acariciar su cabello, ella apretó su espalda para acercarlo más, las narices jugaban entre ellas, se separaron dos segundos y volvieron a besarse. Con más fuerza.


El merengue finalizó, un silencio reinó por milésimas de segundos, hasta que un tambor de samba rompió el encuentro entre los dos desconocidos.


Preguntó su nombre una vez más, la respuesta hizo una mueca encima de su rostro. Los dedos del joven acariciaron la piel de marfil que cubría sus brazos, miró fijamente sus labios y la soltó con delicadeza. Se separó de ella, la aglomeración se lo tragó de golpe. Ella no logró atraparlo por segunda vez. Luis se perdió entre el mar de piel que gritaba, al unísono, la canción de moda que estaba por finalizar.


***


Es una batalla. Lo juro. Las luces intermitentes nunca van al compás de la música, y las personas bailando, menos. Por eso no me gusta bailar. Por eso y porque hoy traje el carro. Detesto traer el carro, no puedo beber cuanto quiero. Mis amigos, claro, se la pasan en un vaivén de rondas, desde la barra hasta la pista. Pero yo: tres limonadas dobles y la botella con agua que me tomé en el camino.


Mario y Ricardo se perdieron con las rubias de falda, no creo que se vayan conmigo de regreso. A Martín todavía lo veo, pero creo que también se le olvidó que existo. Me quedé aquí. Me quedé en estas sillas de comodidad inversamente proporcional a su altura: me muevo un poco y se tambalean bailando al ritmo de la música. Saben bailar más que la gente de la pista.


La música es horrible y las mujeres que están cerca son aún peor. El lugar huele a tabaco impregnado en la ropa, y la humedad de las personas lubrica el movimiento de los meseros que pasan, indiferentes, ante las órdenes de cerveza y los besos prematuros. Al fondo, está la última mujer libre: bailando, sola, emborrachada de ritmos incongruentes y con la mirada perdida en el vacío. La miro. Las limonadas han pasado ya por las nefronas y mi vejiga empieza a sucumbir. Y la miro. Mis ojos quedan embelesados en esas piernas infinitas, que apenas logran moverse. Podría hablarle. Lo peor que puede pasar, es que me diga que no.


La vejiga todavía aguanta, pero empiezo a sentir una breve punzada: allí. Tengo que hablarle, se ve tan bien con esa blusa escotada y parece que espera a que alguien la acompañe. La aguja que me perfora crece, pero el baño está al otro lado de la pista y cruzar todo ese tumulto es una odisea quimérica, además la morena sigue bailando y no quiero perderla de vista. Tiene cara de tener nombre de país. Debe llamarse Grecia o algo por el estilo… ¡Me ha visto! A mí. Ha clavado su mirada justamente en mí. Del millón de personas que bailan, me ha mirado precisamente a mí. Sus ojos felinos atacaron, sin piedad, mi momento zen.


Grecia se mueve más, como invitándome a estar cerca de ella, cerca de sus piernas, de su espalda perfecta, de su sonrisa mordaz. Dos caminos se abren de repente: el baño, inmaculado, que espera mis desechos y Grecia, bailando esa pésima versión de aquella canción, de los setentas, que tanto me gustaba.


En mis piernas se abre un vacío inconmensurable; el líquido rebota debajo de mi abdomen, de un lado a otro; un hormigueo crece en mis pantorrillas; la urea amenaza con salir despavorida en medio de mis piernas. Grecia puede esperar.


Me levanto de golpe. Veo mi destino envuelto en piel humana que danza sin cesar. Me abro paso a fuerzas de golpes y codazos, y la gente se cierra cada vez más. Un tipo gordo me estampa contra la espalda de una señora que viste de rojo; hago tropezar a una joven, de no más de dieciséis años; el brazo de un borracho abanica mi cabeza; contengo la risa al ver a una pareja bailando en slow-motion; caen gotas desde arriba, no sé que son, pero prefiero no indagar; la vejiga está a punto de estallar; faltan dos metros, como mínimo, para llegar al precioso inodoro; la barrera de personas no puede detenerme; siento como una gota se aproxima a la salida y apresuro mi paso; falta un metro: dos tipos vestidos de amarillo, una rolliza bailarina que está a punto de vomitar, un mesero, dos chicas bailando entre sí; los atravesaré a todos. “Me vale verga”, musito suavemente. Doy el primer paso y una mano delicada me succiona hasta el centro: es Grecia.


La canción es un merengue agradable y veo como ella lo baila para mí. Yo apenas puedo moverme, pero sostengo su falda como si fuera una piedra gigante de oro macizo. Pregunto su nombre. Silencio. Ella abarca mi cuello y decido besarla cuanto antes. El deseo de micción no ha disminuido, pero tengo asuntos más importantes que resolver. Su lengua se mueve como una pequeña lombriz en la tierra, alejo mi ingle lo más que puedo, las ganas de orinar aumentan pero su boca es todo lo que poseo en esta vida. La amo como a un orgasmo.


Me separo de ella por un breve lapso y pregunto por segunda vez su nombre. Dice que se llama Ana.


Vuelve a unirme a su boca. Aprieta mis brazos con su mano izquierda y la derecha se encarga de mi trasero, soy una olla de presión lista a estallar.


Y ocurre: el obelisco entre mis piernas surge como el ave fénix, un saludo nazi fálico, el ácido úrico desiste de su brutal ataque y en mi pantalón las arrugas desaparecen. La vejiga, por supuesto, no acepta su derrota y apuñala mis piernas. La música cambia, repentinamente, y la gente empieza a cantar.


Ella está exhausta, yo estoy muerto. Ahora sé su nombre, puedo encontrarla nuevamente. Acaricio a la diosa por última vez y me dirijo hacia el váter: el recorrido no es dificultoso esta vez, la gente está concentrada cantando el coro de esa “pieza” de reggaetón. Paso en medio de ellas. El cuarto está vacío, el urinal espera como Penélope a Ulises.


Desabrocho mi pantalón con rapidez, mientras entra tambaleándose un tipo flaco con una camisa azul, sudada hasta los ojales. El hielo del urinal me reta silenciosamente, muevo la parte frontal del calzoncillo dejando salir, finalmente, el conducto, el falo. Aún hay resaca de la violencia con la que me atacó Ana. El ave fénix aún no ha muerto. El tipo sudado se para con las piernas abiertas a mi lado. Intento concentrarme en la expulsión, pero la resistencia es superior a mis, ya agotadas, fuerzas. Espero. Paciente, espero que todo cese. Pasan los segundos y siento un desmayo en mis muslos. Sigo esperando. Recuesto mi cabeza contra la pared, en un rótulo amarillo, que publicita espacios publicitarios. A mí lado solo escucho una voz timorata que lentamente me dice: “No puedo dejar de orinar. Por eso no me gusta chupar con cerveza.”