20080620

El otro idioma

El calor de las cuatro de la tarde hace que su frente resplandezca en la soledad de la habitación. La palma de su mano pasa resbalándose por sus sienes mientras recoge el sudor muerto de su piel. Un suspiro rompe el silencio, la mirada fija a sus propios ojos dentro del espejo, y la mano derecha que vuelve a secar su rostro antes de tomar la última bocanada de un cigarrillo húmedo y desnutrido.

Primero debe desvestirse: quita lentamente la camisa celeste de botones y la coloca en el pequeño banco rojo que está a su lado; con la misma calma, se despoja de su pantalón azul y sus zapatos de vestir color vino. Ninguna de estas prendas le va, por eso disfruta la lentitud del procedimiento hacia la desnudez. El espejo se alegra con cada prenda puesta en el banquito.

Observa la silueta trazada por la sombra en la pared izquierda y una sonrisa se dibuja en sus ojos. Está completamente desnuda, ahora empieza la metamorfosis. Unas medias negras acarician el recorrido de sus muslos hasta llegar a la ingle, justo a la par de sus testículos. El ceñidor apretado al cien por ciento casi obstruye su respiración, pero hace que su cuerpo luzca más delgado, así que vale la pena; las bragas son aún más ajustadas, es cierto que su pene es pequeño, pero eso no basta, debe inexistir; la minúscula falda empieza a subir por sus piernas, ajusta el broche y vuelve a verse en el espejo. Este es el punto medio, desliza sus dedos por el borde del corsé hasta llegar a las caderas envueltas por una falda de cuero. Ha dejado de ser, pero aún no se ha transformado. Sigue con los zapatos, unas largas zancas doradas amarradas a las pantorrillas, combinan con el bolso que después llevará colgado en sus hombros. La blusa es escotada, pero no deja ver el ceñidor que limita sus proporciones.

Ha terminado con la ropa. Es un ser andrógino que disfruta la brisa de las cinco menos cuarto; aclara su voz con un esputo demasiado masculino, saca un cigarrillo con su índice y su pulgar, y pone el resto de la cajetilla en la cartera; no enciende aún el cigarro.

El lápiz labial es bastante oscuro y no le gusta, pero su piel es de madera quemada y debe enfatizar sus labios. Tiene suerte de que sus pestañas sean largas, un poco de rímel basta para lucir sus ojos grandes llenos de delicadeza. No puede hacer nada con las uñas, al siguiente día deben estar iguales y es muy trabajoso estar removiendo el esmalte en las madrugadas. Sus mejillas en cambio deben soportar capas bastas de maquillaje, al igual que sus parpados y su nariz.

Desliza un collar por su cuello: es largo y grueso y combina con sus zapatos. De su cartera saca suficientes pulseras para cubrir medio antebrazo, las distribuye en dos mitades y adorna cinco de sus dedos con siete anillos. Guarda el rímel, la base, el rubor, las sombras, el lápiz labial ocre, y un delineador; todo en la cartera dorada, junto a tres preservativos, dos espejos, un monedero con 37 dólares, un reloj de hombre, la cajetilla de cigarros y un celular plateado.

Únicamente falta la cabellera, aprieta contra su cráneo una peluca de cabello negro y liso, no le queda bien ser rubia, y con el negro resalta el color lila de su blusa. Se aleja setenta y tres centímetros del espejo y suspira de alegría al ver a Samanta al otro lado del cristal. Toma el cigarrillo y una cajetilla de fósforos del buró, enciende con aires de triunfo y satisfacción el tabaco. Cuelga el bolso en su hombro izquierdo mientras se dirige hacia la puerta de calle. Afuera, una mujer recia deja en su casa taciturna, la ropa de un hombre que no conoce.