20080402

El Desayuno

“Dale cuatro revueltas a la señora, Evelyn…Y dos de ayote al señor de gorra que está allá…”. La vorágine se llama La Tiendona y ese punto pequeño que parece un niño abandonado soy yo. Estoy sumergido entre un mar de personas intentando pedir pupusas, sin pensar que, cuando finalmente lleguen, no voy a poder comerlas. Al lado está mi mamá, me dijo que viniéramos al mercado y como aún estaba en el limbo del sueño cuando me preguntó, le dije que sí.

Al bajar del carro sentimos como si un rayo de olor a mariscos golpeara nuestras narices. El mercado estaba dormido, sólo unas pocas personas recordaban que estaban trabajando. La mayoría ya se iba, su turno había acabado a las 6:00 a.m. y el sol se encontraba silencioso y humilde a las 7:30 a.m. cuando llegamos. Primero hicimos las compras, paseamos por todo el mercado que se mostraba majestuoso entre sus verduras, pantalones y pescados. “Le tengo de la grande” nos decía una anciana de pelo ceniciento y unas largas uñas como sus dedos. Yo no entendí muy bien, tenía de la grande pero no nos dijo qué, y para colmo tenía la canasta cerrada; yo no soy tan intrépido como para aventurarme a decirle “Bueno, déme de la grande…”. A la media hora ya habíamos comprado lo necesario, habíamos recorrido el 20% de La Tiendona, y era suficiente para quitarme el apetito, lo juro.

Las cabezas de pescado las soporto, pero ver como despellejan garrobos es de para quitarle las ganas de cualquier cosa a uno. Pasamos por tantos palacios de olores. Primero las cebollas que se confundían entre los ajos; después el carao que parecía yuca, pero hay de vos si lo confundís porque la regás. Los chiles podridos, los mangos agrios, la jícama desnutrida, el pollo mosqueado, los intentos de plátanos y la “goma” de ese viejo que me estaba ofreciendo pilas triples A.

La Evelyn ya se tardó con la señora de la bolsa verde, ojala que se acuerde de mis tres revueltas y la piña tropical. Mi mamá está haciendo cuentas y parece inmutada con el ir y venir de los mecapaleros que golpean la espalda de uno y le tosen en el cuello. “Evelyn, apurate niña… No ves que ya ratos te pidieron las pupusas esa gente…”. La veo venir hacia nosotros con el plato en la mano izquierda y en la derecha una botella. Hace ratos que oigo un niño que llora a lo lejos. Está parada junto a mí, y me repite la orden que hicimos media hora atrás. Pone sistemáticamente unas páginas de plástico sobre los platos viejos, de su delantal saca la cuchara que usaremos para el curtido, sobre la mesa desliza suavemente el papel en el que anotó la orden y que ahora servirá de cuenta. No dejo de pensar en los garrobos despellejados que vomitaban sangre, en el olor a plumas de gallina que sentí al llegar aquí. No puedo evitar oír al niño que llora a lo lejos, o dejar de sudar cada vez que pasa un mecapalero pensando que yo seré su próxima víctima en el estornudo violento que se acerca. Me concentro en la comida, y busco la salsa que enfriará mis pupusas, mientras tanto la Evelyn me dice que no tenían de arroz pero que las de maíz saben igual de ricas…